martes, 30 de noviembre de 2010

Al otro lado

Después de tanto, tanto, tanto estudiar, después del colegio, instituto, escuela de idiomas, universidad, máster… ¡Por fin! ¡Por fin soy yo la q está al otro lado de la clase! Y es que no os podéis imaginar cómo cambian las cosas. Porque además no es lo mismo pasar de ser estudiante universitario a ponerse frente a una clase de niños -y lo digo porque también lo he hecho-, donde una de las mayores preocupaciones es, según la edad, o que no se maten de un porrazo o que no te humillen en público, comparado con ser estudiante de universidad y pasar a ponerse, en el mismo contexto, al otro lado de la clase. Sabes que las personas que tienes frente a ti son cercanas -muy cercanas- en edad, que esperan aprender en mayor o menor medida y que tienen un criterio que no dudan en utilizar a la hora de criticar todo lo criticable, por la mera razón de sentirse más “maduros” -en cuanto a edad y lugar de estudios, básicamente- para poder hacerlo.

Y todos sabemos que es así porque lo hemos hecho, sobre todo en los primeros años. Notitas que circulan por todo el aula; comentarios por lo bajini sobre lo aburrido que es el tema o el profesor -o sobre la falda tan corta que lleva la furcia de la clase, cualquier cosa es válida…; comentarios no tan por lo bajini porque a veces se olvida uno de controlar el volumen; el mensajito del móvil debajo de la mesa -que siempre parecía suficiente camuflaje…; los dibujitos a los márgenes del libro y los apuntes, signo claro de aburrimiento, “alobaera” o enamoramiento; y por último, pero no por ello menos importante, las famosas risitas seguidas de la indignate pregunta del profesor “¿qué es tan gracioso?”, que sí, son producto de los comentarios por lo bajini, pero creedme, son mucho más dañinas.

A pesar de toda la sabiduría y el coraje juvenil del que nos creíamos poseedores, debo confesaros algo sobre una de las mayores leyendas urbanas del mundo de la educación: cada vez que un profesor dice “desde aquí lo veo todo”, ¡es verdad! Todo, absolutamente todo. Desde los tímidos solitarios de las esquinas de las filas traseras vacías, hasta las empollonas enteradillas de turno de las filas delanteras. Todo. Parece como si el campo de visión se acoplara para abarcar todo el área de la clase y un sexto sentido de alerta se activara en tu cerebro. Por otro lado, un sentimiento de constante evaluación te invade al cruzar la puerta de la clase; pero el secreto para superar ese sentimiento es muy fácil, hay que estar académicamente formado y saber todo aquello que necesitas saber sobre tu materia -problemas psicológicos sobre  hablar en público y ese tipo de cosas aparte-. Es entonces cuando esas amenazantes miradas de evaluación sedientas de fallos y errores de cualquier tipo por parte del docente se convierten en pobres miradas de ignorancia, que pregunta tras pregunta demuestran su ansia y necesidad -ya que tienen que aprobar- por la sabiduría que contienen tus respuestas. [Risa malvada :D]
Sin embargo, hay que decir a favor de los “niños” de primero, que también están influidos por un factor social común a todas las culturas: el poder que proporciona una gran masa de personas como herramienta de camuflaje y protección.

Y es que yo doy uno de los cursos de primer año, pero también he tenido los seminarios de dos cursos más avanzados que sin duda son otro cantar. Cierto es que el interés sobre la asignatura de los alumnos de cursos más avanzados es mayor que el de los de primero, pero también se aprecia el cambio de edad, la experiencia universitaria y la vulnerabilidad de estar en un grupo reducido.

Con el paso de las clases, la mayoría de los alumnos de los seminarios bajan sus muros de defensa y acaban sintiéndose más cercanos a ti, confiando en tu palabra y realmente admirando tu trabajo. Han asistido a películas fuera de horario lectivo, han venido a las horas de oficina, han presentado trabajos más que buenos e incluso han confiado en mí para desahogarse y criticar ciertas cosas de otros profesores. La semana pasada acabaron todos los seminarios, y para “celebrarlo” a los del curso más alto les preparé un juego similar al trivial enfocado a lo que ya habíamos visto durante el semestre y lo que deberían saber sobre lo que llamamos “culturilla general”. Y sin el más mínimo ánimo de echarme flores, tengo que decir que fue un éxito. Los alumnos disfrutaron, aprendieron y reconocieron mi trabajo. Recibí más de un “gracias”, cosa que en muy, muy pocas ocasiones he dado yo siendo alumna. Incluso uno de mis alumnos me dio un abrazado de despedida. Y esas cosas a una le llegan.

Es por eso que me he dado cuenta de que por primera vez en mi vida estoy viviendo para trabajar en vez de trabajar para vivir, porque aquí cada vez que entro en clase se me dibuja una sonrisa en la cara, se me olvida todo lo demás y me sumerjo en el ambiente de disfrute que se crea durante los 50 minutos que dura la clase.
Sin duda, espero encontrar algún día el lugar donde pueda disfrutar tanto o más de mi trabajo sin vivir para él.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

105 días después

La tarde estaba nublada y el sol empezaba a ponerse. Un día cualquiera en un pueblo cualquiera. Emprendíamos la vuelta a casa entre risas y cuchicheos cuando, de pronto, el sosiego del momento se vio perturbado por el agudo sonar de las sirenas.
-¿Son esos los bomberos? -Murmuré extrañada-.

Aceleramos el paso hasta llegar al lugar donde empezaba a concentrarse la multitud. Sin embargo, la escena se mostraba extraña. La gente permanecía en relativo silencio, aun con rostros de inquietud e incertidumbre; el objeto del alboroto no parecía estar a la vista; y los bomberos no parecían bomberos. Ni humo, ni gritos, ni llantos…

El inmenso vehículo cortaba toda la calle, pero no parecía resultar un problema, pues todo permanecía estático. La gente, el tráfico, el viento, incluso la puesta de sol parecía haber decelerado. Los únicos que conservaban su veloz movimiento eran los operarios vestidos de negro que bajaban de aquello que, definitivamente, no era un coche de bomberos.
Se dirigían hacia unos de los pasadizos que unía una bocacalle principal con la plaza central de un grupo de edificios, pero resultaba imposible avistar nada de lo que ocurría dentro. Parecía como si la mismísima oscuridad de las tinieblas hubiera teñido el interior de aquel pasadizo.

Mi abuelo se encontraba a mi lado, contemplando la situación con la misma perplejidad y vacilación que el resto de los transeúntes. Al fin, desde nuestra posición pude alcanzar a ver los únicos instrumentos de los que pretendían servirse aquellos hombres de negro. Tubos metálicos con forma de cápsula, no muy alargados y del tamaño adecuado para poder llevarlos bajo el brazo. Y en medio del contraste de velocidades mis ojos diferenciaron algo que destacaba sobre el color metalizado: una señal de aspas negras sobre un fondo amarillo. Al unísono, una voz cercana procedente de entre la multitud materializó con palabras mi propio pensamiento.
-¡La señal de peligro radiactivo!

Como si de una película se tratara, mi vista se nubló para dejar paso al flash de una imagen en mi cabeza en la que un objeto blanco y ovalado caía de las manos de un par de chiquillos, desprendiendo a su vez un intenso color verdoso. Al volver en mí, mi mirada se clavó en el extremo opuesto de la inquieta multitud. Eran mi madre y mi abuela, que igualmente curiosas por el sonido de las sirenas, se habían acercado hasta el lugar. Ambas estaban de puntillas, intentando sortear al corpulento hombre cuyo cuerpo les impedía alcanzar a ver lo que estaba pasando.

En aquel momento, todo el escenario pareció recobrar la velocidad que había perdido minutos antes. Mi mirada fija. De repente, aquel hombre de cabeza rapada y camiseta blanca que se encontraba justo delante de ellas se desplomó sobre el asfalto. En su cabeza comenzó a abrirse, de punta a punta, una brecha que dejaba al descubierto el sangriento cráneo, al mismo tiempo que el tronco se incorporaba y levantaba la cabeza, dejando ver la mirada que finalmente desvelaría la trama.

Y entonces, entre el caos que comenzaba a detonar en aquel preciso instante, la escena volvió a congelarse, mientras mi cerebro llevaba a cabo, en cuestión de décimas de segundo, el razonamiento necesario.

-Corre. Ambas están demasiado cerca de él y no podrás llegar a tiempo. Agarra a tu abuelo y corre. No, no será capaz de alcanzar el ritmo. Los abuelos al menos ya han vivido. A tu madre no la puedes dejar. Tienes que llegar. Como sea. Corre.








¡DESPIERTA!


¡¿En serio, Paloma?! ¡¿En serio?! ¡¿Zombis?! ¡¿Habrá cosas siniestras con las que soñar que sean más de tu interés que los zombis?! ¡¡¿Y justo después de haberte tragado Aladdin en vez de Resident Evil?!! Esto solo lleva a dos conclusiones claras:
1. Todo es culpa de Rafa porque a mí siempre me han parecido un poco patéticos los zombis, pero es que a él le encantan y se sabe la Guía de supervivencia zombi casi de memoria. Además, siempre anda diciéndome que la caseta sería un lugar ideal para refugiarse en caso de invasión…
2. Mi vida real proporciona tan poca acción a mi cerebro que el pobre se está enganchando a la acción que ofrecen las pesadillas cual drogata al jaco.


P. D.: Y no, la pesadilla no es la parte de que haya zombis, es la parte del razonamiento mental, que para algo es la última escena (todos sabemos que las pesadillas siempre culminan en el momento de mayor tensión). Pobres abuelos…

lunes, 15 de noviembre de 2010

El baúl de los recuerdos

De nuevo, por coincidencias de la vida -que son en el fondo las que hacen girar, la gran mayoría del tiempo, el engranaje que mueve este mundo-, esta semana ha estado llena de recuerdos.

No sé si ya lo he comentado, pero tengo grupos de alumnos con los que me llevo especialmente bien, y con los que a raíz de las cosas más sencillas surgen conversaciones la mar de interesantes y pintorescas. Sin ir más lejos el viernes, en uno de los seminarios en los que tengo a solo cinco personas, estábamos leyendo sobre Costa Rica y su fama por ser la cuna de los mejores jugadores de béisbol -si no recuerdo mal, ya conocéis mi memoria de pez-; y claro, para que vayan haciéndose con un poco de culturilla general sobre el mundo hispano, pues les expliqué que el fútbol era el deporte nacional en Argentina y España. Les puse el ejemplo de tal afición con la división general que se crea en el país cuando se juega un derbi Real Madrid-Barcelona, que seas del equipo que seas, a uno de los dos tienes que apoyar en tan señalada ocasión. Y es que mis alumnos no son cotillas, ¿sabéis? Así que les faltó tiempo para preguntarme que a cuál apoyaba yo; porque además una de las chicas -no recuerdo bien por qué extraña razón, puesto que es de las Bahamas- dijo que a ella le gustaba el Barça. Fue en ese momento cuando sin darme cuenta les abrí una pequeña parte de mi corazoncito a mis alumnos, y les expliqué que más que nada era por herencia de mi abuelo.

Recuerdo con todo detalle las noches en las que había partido importante, en las que mi abuelo, mi tío y los agregados de turno solían reunirse delante de una gran pantalla -grande para aquella época, claro- a seguir el partido. Cervezas, berridos, saltos, tacos, insultos… y por negativa que parezca la descripción, en el fondo era encantadora porque inspiraba pasión por un equipo. Además, mi abuelo compraba todos los días -y cuando digo “todos” es literal- el periódico, el As, por supuesto, que para algo era y sigue siendo el periódico madridista por excelencia. Como consecuencia de ello, conseguía todos los regalos del Madrid que daban con el periódico: camisetas, posters de los jugadores, un libro sobre la historia del club, un ajedrez del equipo, una cubertería con el escudo… Y como yo era la pequeña de la familia, pues siempre me llevaba todos los regalos. Las paredes las tenía empapeladas con los posters y el libro me lo sabía casi de memoria. Sin duda sé más sobre el Madrid de alrededor de los 90 con Redondo, Butragueño, Mijatovic, Suker, Roberto Carlos y aquel jovencísimo y recién estrenado Raúl que del equipo actual. Sigo conservando casi todos aquellos regalos -menos los posters, creo- y, por supuesto, no puedo ser de otro equipo porque el Madrid es “lo que mamé de chica”, ni más ni menos.

Pero aún no había terminado la semana, y qué mejor para acabarla que echar leña al fuego y avivar la llama de los recuerdos que se había vuelto a encender con aquel seminario de “cotillas” -en el mejor sentido de la palabra, que conste-. En una de estas que me pongo a zapinear, me encuentro con la película que he visto más veces en mi vida, fundadora de mi discreta pasión cinéfila: Batman. Pero no Batman, el Caballero Oscuro o similares versiones aclamadas por el público -en mi opinión- en exceso. No. Batman la orginal, la primera, la del 87, la de toda la vida… la de Tim Burton. Ese Michael Keaton que le da tal aire de misterio y frialdad a Bruce Wayne; esa Kim Basinger tan jovencita en el papel de una intrépida y sexy periodista que es capaz de conquistar el corazón de ambos protagonista y antagonista; y finalmente ese Jack Nicholson que parece que nació para el papel del Joker, con esa locura tan sádica y propia de alguien que anda con esos atuendos y cometiendo tales fechorías… Y no es mi intención menospreciar a Heath Ledger  -aunque sí que creo que su papel como el Joker está sobrevalorado debido a su fallecimiento- pero en este caso hablo más de la dirección y el enfoque de los personajes y la trama. El caso es que esta fue probablemente la primera película que vi, incluso antes de las de Disney, por la sencilla razón de que mi abuelo la tenía en cinta VHS y cada vez que iba a su casa le decía que me la pusiera porque me encantaba esa cubierta negra con únicamente el símbolo de Batman en amarillo. Y así fue como el pobre, después de tanto pedirle que me la pusiera, acabó por regalármela -sobra decir que con el mayor de los gustos y la mayor de las sonrisas de abuelo, por supuesto-.

Pensándolo detenidamente, el mecanismo de autodefensa de nuestro cuerpo es maravilloso -como él mismo en toda su totalidad-: las personas olvidamos para que el dolor se vaya con el recuerdo. Sin embargo, nuestro cerebro no está programado para hacer diferenciación entre los recuerdos dolorosos positivos y los negativos, así que acabamos olvidando incluso a seres queridos porque nos duele recordar que ya no están, o lo que es peor, que ya no volverán. Suerte que contamos con un banco de datos en el que los recuerdos están interrelacionados, y en el que los recuerdos nunca suelen ir más allá de la papelera de reciclaje, por lo que en el fondo son recuperables. Es de esta manera que somos capaces de finalmente recordar a esos seres queridos no a través del triste recuerdo de su partida, sino a través de todos los buenos recuerdos de los que forman parte.

Mi abuelo me enseñó muchas cosas. Muchas cosas almacenadas en la carpeta de los buenos recuerdos a los que por suerte siempre podré acceder. No sé qué pasa cuando nos vamos para siempre, pero sí sé que la mejor manera de hacerlo, a mi entender, es formando parte de los buenos recuerdos de la gente que se queda. Así que, para terminar, simplemente decir que espero acabar siendo parte de muchos de los buenos recuerdos de la mayoría de vosotros.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Coincidencias

Lo que son las cadenas de acontecimientos.
Resulta que hace mucho, mucho tiempo, mientras me tragaba todas esas infinitas horas de didáctica de lengua extranjera durante el Máster de Formación del Profesorado -que por cierto, a este ritmo me voy a quedar sin título por no pagar las tasas de expedición- se me ocurrió -o copié de manera inconsciente, quién sabe-, entre otras muchas actividades que -por qué no decirlo- tenían muy buena pinta, una que consistía en mostrar un trailer de una película y pedirles a los alumnos, además de respuestas a preguntas concretas sobre lo visto, que inventaran lo que pasaría durante el resto de la película y que diesen un final convincente y acorde a lo dicho anteriormente. Total, que una de mis películas cabeceras para esta actividad siempre he querido que fuera REC, por varias razones: es española y no está ambientada en la guerra civil o el franquismo; es española y al verla no te dan ganas de cortarte las venas de la pena; es española pero de terror y con una temática más o menos innovadora, a pesar de que en el fondo sea una mezcla entre El Proyecto de la Bruja de Blair, 28 Días Después y El Exorcista -lo cual a su vez es más o menos innovador- ; los diálogos no son ni filosóficos ni especialmente necesarios para entender la película, por lo que es apta para casi cualquier nivel; y finalmente, es española y los ***** americanos han hecho su correspondiente remake para sacarle dinero al asunto y vendérsela al mundo entero como producto autóctono… para variar, así que como buena española tendré que reivindicar lo que es nuestro, ¿no? Además, es una película cuyo trailer no deja ver cuál es la causa de lo que pasa en el edificio, por lo que a las mentes despiertas e imaginativas de mis alumnos les podía dejar lugar a la creatividad.

El tema es que sin quererlo ni beberlo, la profesora que es la “cabecilla” justo me ofreció hacer una actividad de mi cosecha la semana pasada, así que la cosa estaba clara. Sin embargo, he de decir que no escogí esta por la mera razón de que, como ya relaté extensamente en mi última entrada, hace apenas 2 fines de semana fue Halloween y me encontrara yo inmersa en el mundo del terror. No, lo hice porque es una de las que más me gusta de mi pequeño repertorio. Pero así son las casualidades. ¡Y objetivo conseguido! Los seminarios un éxito, con gente con argumentos desde zombis hasta guerras biológicas, y otros que sin haber visto la película dieron, sin querer, con detalles bastante específicos. Eso sí, demasiado que se lo pasaron bien en los seminarios como para también pedirles que viniesen a ver la película un viernes después de clase… ¡mis ganas! De unos 50 alumnos a los que les dije lo de la película (aunque 20 de ellos eran de primero y les dejé caer el tema por si a alguno le apetecía) solo aparecieron 10 que al menos echaron un buen rato.

Y, de nuevo, justo por casualidad -aunque en el fondo por estar en época de Halloween- me mandaron de PortAventura el jueves pasado un correo invitándome a participar en un concurso de cortos de terror en el que el primer premio es… ¡aparecer en el rodaje de REC 3! Esto… ¿es mi vida El Show de Paloma y aún no he descubierto ninguna de las cámaras o qué?
Y claro, cómo ya sabéis, estos son parajes solitarios y con bajo índice de actividad social, y además a mí estas cosas como que me gustan, oye; así que me decidí a grabar un corto. Que no es que quiera fervientemente ganar el concurso por salir en REC 3, sino que era una buena excusa para echar el fin de semana entretenida. Obviamente fue un “yo me lo guiso, yo me lo como”; pero para haberlo hecho en dos días -literalmente- y sirviéndome simplemente de una cámara, unas pilas medio gastadas, un móvil, un poco de maquillaje y la información de Internet, creo que al final no ha quedado tan mal. No es que te ponga el corazón en un puño ni mucho menos -aunque a mí, al grabarlo sola, en silencio y casi a oscuras, si que se me ponían a veces los pelillos de punta- pero no me negaréis que el padre nuestro en arameo mola mucho más que el que nos enseñaban a nosotros antaño. :D

Por último ya, y para colmo de los colmos, ayer (un día después de haber acabado y colgado el corto) encontré en uno de los miles de canales que tengo en esta tele, uno que tiene un programa nocturno en el que aparecen niños que tienen "abilidades paranormales", vamos, que ven espíritus y esas cosas por ahí rondando, hablando en plata. Y hasta casi las 4 de la mañana que me tiré delante de la caja tonta embobada con el programita. Definitivamente esta semana me ha venido la inspiración en forma de título: Una serie de siniestras coincidencias de Paloma Gutiérrez. Total, si quedó bien con un tal Lemony Snicket ¿por qué no conmigo para un hipotético siguiente corto? Je, je, je.

Así que aquí os dejo a mi pequeña criatura:



PD: Las críticas son bienvenidas, aunque a estas alturas no me servirán para mejorar el corto porque ya está mandado. Pero para la próxima. ;) ¡Ah! Y es así de corto porque no puede durar más de 1 minuto para el concurso.

martes, 2 de noviembre de 2010

Halloween

Por supuesto, no podía pasar la ocasión por alto para dedicarle una entrada a tan típica celebración americana.
Seguro que ante la pregunta «¿qué es Halloween?» (que por cierto en inglés se pronuncia con acento en la última sílaba y no en la primera) la mayoría puede echarle cara al asunto y salir airoso con una respuesta similar a «pues es una celebración originaria de América que representa la unión del mundo de los muertos y el nuestro durante la noche del 31 de octubre, y en la que la gente se disfraza de manera tenebrosa para poder salir a la calle y pasar desapercibido entre los ‘espíritus’. Además, es costumbre que los más pequeños vayan de puerta en puerta diciendo la famosa frase de ‘truco o trato’ para así recolectar la mayor cantidad de caramelos posibles». Y ojo, no estaría diciendo ninguna mentira. Sin embargo, y como viene siendo ya de costumbre, aquí está la señora aguafiestas para echar abajo todos los esquemas y dar una versión distinta de los llamados “estereotipos” que todos tenemos, en este caso, sobre la cultura yanqui.

Como muchos de vosotros sabréis, en mi personalidad desempeñan dos papeles protagonistas tanto mi lado “infantil” como mi lado “oscuro” (este último en el inocente sentido de que me encanta toda la parafernalia relacionada con las películas e historias de miedo, no vayamos a crearnos ideas equívocas). Por esta misma razón, y por aquello de encontrarme en la cuna de la fiesta en cuestión, yo esperaba esta fiesta cual niño espera a que pase la infinita noche del 5 de enero para abrir sus regalos de reyes por la mañana… ¡Con impaciencia y mucha, mucha ilusión!

Pero ay, ¡qué ilusa eres, mi niña! (guiño dedicado a mis meses en Las Palmas). ¿Es que aún no has aprendido después de casi veinticuatro años que las películas NO son un reflejo fiel a la realidad? Y es que tal y como dice la Wikipedia (que aunque no se pueda incluir en los trabajos para la universidad como bibliografía por su dudosa veracidad es probablemente la enciclopedia más visitada y útil del momento) «el hecho de que esta fiesta haya llegado hasta nuestros días es, en cierta medida, gracias al enorme despliegue comercial y la publicidad engendrada en el cine estadounidense. La imagen de niños norteamericanos correteando por las oscuras calles disfrazados de duendes, fantasmas y demonios, pidiendo dulces y golosinas a los habitantes de un oscuro y tranquilo barrio, ha quedado grabada en la mente de muchas personas».

A mí que venga alguien y me explique por qué sigue mi calabaza de plástico llena hasta los topes de caramelos y qué pintan Jasmín, la Bella, Ariel y Blancanieves en la noche de Halloween (por no mencionar los numerosos disfraces a los cuales, personalmente, pondría en la categoría de “zorras” sin más). Porque niños a ofrecerme truco o trato vinieron contados con los dedos de una mano, literalmente: ¡4!; y gente cuyo disfraz inspirase - ni siquiera dase- algo de miedo, me parece que éramos dos en todo Guelph: el de Arabia Saudí y la de España. Claro, así después mis alumnos me tienen que explicar, como a buena extranjera, y con cara de “en qué estabas tú pensando”, que en Halloween no hay por qué disfrazarse de algo que dé miedo.

Pues está bien la cosa, ahora va a resultar que en España, por ejemplo, somos más fieles a la tradición que los propios americanos. Aunque a decir verdad, esta última afirmación me lleva a pensar en algo. No es que en España celebremos Halloween por seguir una tradición, es que en España tenemos una tradición mucho más rica que nos da la oportunidad de disfrazarnos de cualquier cosa -véanse los carnavales-; y como además nos encanta la fiesta, pues la idea de tener otro día en el que poder disfrazarnos de algo aterrorizador en especial nos ha parecido una excusa perfecta para añadir una fecha señalada más a nuestro calendario festivo. ¡Si es que somos unos golfillos fiesteros! La mayoría de ellos en paro, pero aún con alma fiestera, que para algo disfrutar de la buena compañía es gratis, hombre. :D

Eso sí, no todo ha sido negativo en esta fiesta. He descubierto que hay sitios en los que en vez de un chupito por 4,5 dólares, te dan una cerveza por solo 3,5; he bailado el “pa pa l’americano” -yo os enlazo a la original, que ya que nos ponemos cultos, nos ponemos- y diversos “temazos” de antaño; y, para que el diablo no se ría de la mentira -tal y como diría mi abuela, y nunca en mejor momento-, me lo he pasado muy bien… durante poco tiempo -porque todo cierra a las 2-, pero muy bien.



PS: Es que los mimos no somos exactamente del mundo de los muertos, así que el resto del año nos tenemos que camuflar como humanos y también depender de los bancos, ya sabéis... ;)