Después de tanto, tanto, tanto estudiar, después del colegio, instituto, escuela de idiomas, universidad, máster… ¡Por fin! ¡Por fin soy yo la q está al otro lado de la clase! Y es que no os podéis imaginar cómo cambian las cosas. Porque además no es lo mismo pasar de ser estudiante universitario a ponerse frente a una clase de niños -y lo digo porque también lo he hecho-, donde una de las mayores preocupaciones es, según la edad, o que no se maten de un porrazo o que no te humillen en público, comparado con ser estudiante de universidad y pasar a ponerse, en el mismo contexto, al otro lado de la clase. Sabes que las personas que tienes frente a ti son cercanas -muy cercanas- en edad, que esperan aprender en mayor o menor medida y que tienen un criterio que no dudan en utilizar a la hora de criticar todo lo criticable, por la mera razón de sentirse más “maduros” -en cuanto a edad y lugar de estudios, básicamente- para poder hacerlo.
Y todos sabemos que es así porque lo hemos hecho, sobre todo en los primeros años. Notitas que circulan por todo el aula; comentarios por lo bajini sobre lo aburrido que es el tema o el profesor -o sobre la falda tan corta que lleva la furcia de la clase, cualquier cosa es válida…; comentarios no tan por lo bajini porque a veces se olvida uno de controlar el volumen; el mensajito del móvil debajo de la mesa -que siempre parecía suficiente camuflaje…; los dibujitos a los márgenes del libro y los apuntes, signo claro de aburrimiento, “alobaera” o enamoramiento; y por último, pero no por ello menos importante, las famosas risitas seguidas de la indignate pregunta del profesor “¿qué es tan gracioso?”, que sí, son producto de los comentarios por lo bajini, pero creedme, son mucho más dañinas.
A pesar de toda la sabiduría y el coraje juvenil del que nos creíamos poseedores, debo confesaros algo sobre una de las mayores leyendas urbanas del mundo de la educación: cada vez que un profesor dice “desde aquí lo veo todo”, ¡es verdad! Todo, absolutamente todo. Desde los tímidos solitarios de las esquinas de las filas traseras vacías, hasta las empollonas enteradillas de turno de las filas delanteras. Todo. Parece como si el campo de visión se acoplara para abarcar todo el área de la clase y un sexto sentido de alerta se activara en tu cerebro. Por otro lado, un sentimiento de constante evaluación te invade al cruzar la puerta de la clase; pero el secreto para superar ese sentimiento es muy fácil, hay que estar académicamente formado y saber todo aquello que necesitas saber sobre tu materia -problemas psicológicos sobre hablar en público y ese tipo de cosas aparte-. Es entonces cuando esas amenazantes miradas de evaluación sedientas de fallos y errores de cualquier tipo por parte del docente se convierten en pobres miradas de ignorancia, que pregunta tras pregunta demuestran su ansia y necesidad -ya que tienen que aprobar- por la sabiduría que contienen tus respuestas. [Risa malvada :D]
Sin embargo, hay que decir a favor de los “niños” de primero, que también están influidos por un factor social común a todas las culturas: el poder que proporciona una gran masa de personas como herramienta de camuflaje y protección.
Y es que yo doy uno de los cursos de primer año, pero también he tenido los seminarios de dos cursos más avanzados que sin duda son otro cantar. Cierto es que el interés sobre la asignatura de los alumnos de cursos más avanzados es mayor que el de los de primero, pero también se aprecia el cambio de edad, la experiencia universitaria y la vulnerabilidad de estar en un grupo reducido.
Con el paso de las clases, la mayoría de los alumnos de los seminarios bajan sus muros de defensa y acaban sintiéndose más cercanos a ti, confiando en tu palabra y realmente admirando tu trabajo. Han asistido a películas fuera de horario lectivo, han venido a las horas de oficina, han presentado trabajos más que buenos e incluso han confiado en mí para desahogarse y criticar ciertas cosas de otros profesores. La semana pasada acabaron todos los seminarios, y para “celebrarlo” a los del curso más alto les preparé un juego similar al trivial enfocado a lo que ya habíamos visto durante el semestre y lo que deberían saber sobre lo que llamamos “culturilla general”. Y sin el más mínimo ánimo de echarme flores, tengo que decir que fue un éxito. Los alumnos disfrutaron, aprendieron y reconocieron mi trabajo. Recibí más de un “gracias”, cosa que en muy, muy pocas ocasiones he dado yo siendo alumna. Incluso uno de mis alumnos me dio un abrazado de despedida. Y esas cosas a una le llegan.
Es por eso que me he dado cuenta de que por primera vez en mi vida estoy viviendo para trabajar en vez de trabajar para vivir, porque aquí cada vez que entro en clase se me dibuja una sonrisa en la cara, se me olvida todo lo demás y me sumerjo en el ambiente de disfrute que se crea durante los 50 minutos que dura la clase.
Sin duda, espero encontrar algún día el lugar donde pueda disfrutar tanto o más de mi trabajo sin vivir para él.